Revista 9 Salto al reverso: «Aislamiento»

Estándar
Revista 9 Salto al reverso: «Aislamiento»

Comparto la  reciente edición de la revista Salto al reverso, con el tema «aislamiento» y con obras de 31 autores y autoras de 9 países. ¡Enhorabuena Salto al reverso!

Lectura por secciones:
saltoalreverso.com/aislamiento

Versión completa:
saltoalreverso.com/revista9

La vida en un balcón

Estándar
Foto de Avonne Stalling en Pexels (www.pexels.com)

Foto de Avonne Stalling en Pexels.

Un balcón pequeño no era un mal balcón mientras cupiera una silla desde la que observar la vida, paralizada desde hacía días por el confinamiento. Era su mantra diario: «Un balcón pequeño no es un mal balcón». Esta frase venía cada mañana a su cabeza a visitarle para levantarle el ánimo, mientras observaba sentado, con su café recién hecho, la alegría de los pájaros revoloteando de barandilla en barandilla por el vecindario.

Claro que todo siempre depende de con quién o con qué te compares. Sin embargo, Juan no tenía ganas de mirar esos balcones grandes y engreídos del Paseo Grande ni tampoco le apetecía imaginar la vida confinada en esos bonitos patios traseros, con jardín, de los adosados de la Rambla. Estos días de confinamiento obligado le habían hecho descubrir las enormes posibilidades de su balcón pequeño de cuatro metros cuadrados, que podía permitirse desde hacía un mes gracias al único trabajo decente que había conseguido y que no pensaba dejar escapar, a menos que la crisis del coronavirus, que amenazaba con barrer las esperanzas de toda su generación, acabara también por derribarle.

«Consuelo de muchos, consuelo de tontos». Una frase látigo con la que su padre le azotaba cada vez que Juan agotaba las renovaciones de contratos y volvían a despedirle. «Lo que a ti te hace falta es arrojo, que desde pequeño estás en las nubes. Si hubieras estudiado lo que yo te dije, ahora no te verías así», le decía inyectándole otra nueva dosis de veneno. Pero ahora, por fin ya lejos del nido, este nuevo mantra rescatador, «un balcón pequeño no es un mal balcón», acudía como un vendaval a quemar todas las malas hierbas de su infancia.

Había matado algunas horas libres tras el teletrabajo trasplantando algunos geranios, que en dos meses habían comenzado a brotar y a transformarse en pequeños soles rojos, como su buen estado de ánimo al mirarlos. Hasta estaba pensando en cambiar los azulejos por otros en cuanto abrieran los comercios en la fase de desconfinamiento. «¿Habrá sofás individuales exteriores en Ikea?», se preguntó tras sorber el último sorbo de café. «O quizás para dos»; un pensamiento relámpago que le hizo levantarse de la silla, como si hiciera tarde a algún sitio, aunque solo dio dos pasos, se asomó a la barandilla y miró hacia la izquierda para observar el balcón del segundo tercera, en el edificio situado al otro lado de la acera. Las persianas estaban bajadas, era pronto todavía. Quizás estaba durmiendo; por las noches, hasta tarde, veía la luz de su televisor, reflejada tras las cortinas; estaría viendo alguna serie de Netflix, pero ¿cuál? El balcón era como el suyo; unos cuatro kilómetros cuadrados de poco arrojo, como diría su padre.

Todavía faltaban doce horas y treinta minutos para las ocho, doce horas y treinta minutos para volver a verla aplaudiendo desde su balcón en esa catarsis diaria colectiva en agradecimiento a la lucha sin cuartel de todos los sanitarios contra el coronavirus. Familias enteras salían a sus balcones a aplaudir durante cinco minutos, a silbar, a gritar, había hasta quien acompañaba los aplausos con música. Eran cinco minutos entrañables de calor humano, de aliento colectivo desde la distancia.

«Si hasta le voy a tener que dar las gracias a este puto coronavirus por volver a verte», se dijo, preguntándose si no tendría que poner más geranios y, hasta un molinillo de viento, «que estos días viene Levante y se moverá como loco», a ver si así ella miraba para su balcón de una vez por todas. «Sí, un molinillo de colores como el tuyo, igualito, a ver si lo encuentro en Amazon». En ese momento, la persiana del balcón se abrió y apareció Laura con otra taza de café en la mano. Juan sintió su corazón retumbar en su pecho, al son del sonido de la cafetera que indicaba que su segundo café ya estaba listo.

Bajó la vista e hizo ver que arreglaba los geranios, tan rojos como su cara, cuando se dio cuenta de que Laura le miraba fijamente. Nunca había sentido tan cercanos esos diez metros de separación. Estaba a punto de esconderse hacia el interior de su apartamento cuando oyó que Laura le preguntaba:

—Oye, esto…, buenos días, perdona…, sí, sí, a ti, ¿cómo haces para tener esos geranios tan bonitos? Me quiero comprar unos, pero no sé adónde puedo conseguirlos ahora. ¿Dónde los has comprado? Porque antes no los tenías, ¿verdad?

Con tantas preguntas seguidas, a Juan le dio tiempo de tomar aire y atemperar la voz que le salió más grave que de costumbre:

—No, no los tenía —respondió con una sonrisa de triunfo, preguntándose por qué en todo un mes de confinamiento nunca se había atrevido a preguntarle nada.

—Pues están preciosos. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Juan, me llamo Juan. Si quieres te puedo traer un par mañana por la tarde. Un amigo mío tiene unos cuantos en un huerto vecinal y los está regalando. ¿A qué hora te va bien? —le dijo, armándose de arrojo, de todo el arrojo del mundo.

 

Publicado originalmente en Salto al reverso

Como lluvia, solo como lluvia

Estándar
Photo by Priscilla Du Preez on Unsplash

Tú,
no te quise,
nunca te quise
adherida en esta tierra.
rezumando moho,
incrustada,
perenne,
en mi despensa.

Solo dime:
¿Acaso te pedí que te quedaras?

Te quise solo como lluvia,
como lluvia
que despeja el cielo tras la tormenta.

Ensimismada lluvia,
torrente de lágrimas
en cascada.
Zozobra condenada
al segundero,
ahora lo inundas todo,
arrasas,
trasciendes y
regresas,
de vuelta,

como si te quisieran,
como si te quisieran.

Arrasa
sin piedad,
arrasa,
sin más,

y vete.

Llévate toda la leña
de esta tierra

que no te ama,
que no te ama,

ni te quiere cerca.

Publicado originalmente en Salto al reverso

Estándar

Publicado originalmente en Salto al reverso

Futbol

Fotografía por Mayca Soto.

Cada vez que marcaban un gol, Javier vociferaba en el balcón con la bandera blaugrana:

—Visca el Barça!

En el balcón contiguo, Lucas hacía lo propio con la blanca:

—Hala Madrid!

Cuando se anunció el empate, salieron de nuevo, cantando su himno sin mirarse, a todo pulmón, en un revuelto vocal ininteligible.

Por debajo de sus narices, el hijo de Javier miraba fijamente la figura de Playmobil que Lucas, el hijo de Luis, sujetaba entre sus manos.

—M’ho deixes? —le pidió en catalán.

Y Lucas respondió con un “Sí” en español, palabra común en las dos lenguas.

¿Bailamos?

Estándar

—Ju doni të kërcimit? —me preguntó, pero no le respondí.
—Shall you dance? —me repitió ante mi cara de interrogante.
—No te entiendo —le respondí—, no hablo inglés, ni lo otro, solo
español y catalán.
—Ele quer dançar com você —me aclaró un chico joven que nos miraba.
—Tampoco entiendo portuguès —volví a responder ya un poco azorada.
—T’està preguntant si vols ballar amb ell, home! —me dijo en catalán la vecina del segundo.
—Ah, ¡claro que sí! Yes, yes —le dije.

Me bastó con sentir su mano en mi cintura. Supe que bailaría con él toda la noche en todas partes.

Publicado originalmente en Saltoalreverso

Devuélveme la vida

Estándar
Foto de Aaron Burden de Unsplash. Blog de Salto al reverso.

Foto de Aaron Burden

 

Publicado originalmente en Salto al reverso para su convocatoria Vida

Miró hacia la playa y sintió aún más frío. La niebla se acercaba hacia la costa como una nube gigante perdida entre las olas. La humedad traspasaba su vestido y comenzó a tiritar; había olvidado la chaqueta en casa; un martes de sol caluroso no hacía presagiar ese repentino cambio meteorológico, aunque debería haberlo intuido; ya hacía más de un año que malvivía en Galicia. La ría de Aldán era así: caprichosa y embaucadora.

Bajó a la playa y hundió sus pies descalzos en la arena. Qué fría estaba. Hace apenas unas horas, el sol le hubiera quemado la planta de los pies, pero ahora la humedad del arenal le traspasaba toda la inquietud de la noche. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero siguió caminando, decidida, hacia la orilla, que la niebla ya ocultaba como un secreto. Su silueta dejó de divisarse desde el paseo; quedó engullida por una tullida bola de algodón.

Clavaba la vista en la punta de sus pies, que era lo único que divisaba con claridad; si miraba hacia adelante, no podía ver nada y el miedo la paralizaba; nunca había bajado sola a la playa en la madrugada. Podía oír las olas, que lamían la costa en un avance cadencioso, y la guiaban hacia su objetivo. La marea alta, que subía dando pasos cautelosos, no representaba ninguna amenaza; al contrario, gracias a ella podría llegar antes a la orilla.

Apretó la bolsa en su regazo y sintió contra su pecho la dureza del cristal de la botella. Una hora antes, había introducido por su estrecho cuello un folio de color carne doblado meticulosamente en cuatro mitades. El papel, aparentemente inocuo, le quemaba entre las manos; pero, cuando lo encerró en la botella, la curvatura de su espalda comenzó a aligerarse: por primera vez, el secreto que le quitaba el sueño veía la luz a través de las palabras.

El agua helada bañó sus pies y detuvo su marcha. Abrió la bolsa y extrajo de su interior la botella. La frase que llevaba escrita en su interior retumbó en su cerebro como un dedo acusador. Se estremeció cuando le pareció que una voz confusa le susurraba en la oreja la temida palabra: ASESINA. Estuvo a punto de huir despavorida hacia el paseo, desaparecido entre la niebla, pero una tristeza antigua le ancló los pies en la arena. Recordó entonces el primer bofetón, al que le siguieron muchos otros; la vagina adolorida por aquellas arremetidas violentas, la nariz rota y sus ojos amoratados que tardaban siempre más de una semana en sanar. Entonces, aferró la botella con la mano derecha, alzó el brazo y repitió, como un mantra, su mensaje de náufrago: “Yo le maté, pero no fui yo, fue él. No puedo más con la culpa: dios, devuélveme la vida a mí”. Y con una fuerza desconocida lanzó el cristal tan lejos como pudo; un grito gutural, que intrigó a los escasos transeúntes del paseo, se abrió paso por su garganta.

Después, el silencio.

La botella quedó flotando como un corcho, liviana y dócil, siguiendo una corriente repentina que la llevó mar adentro.

Mayca Soto. El gris de los Colores

Vestidos de azul

Estándar
louie-martinez-470438-unsplash

Photo by Louie Martinez on Unsplash (CC0).

Publicado originalmente en Salto al reverso

Nos vestimos de azul

como se visten las nubes

cuando solo quieren ser cielo

después de la tormenta.

Tumbados de espaldas en el prado,

inventábamos formas

ajenas al miedo.

Imaginábamos gatos, hormigas, casas, planetas,

castillos con fantasmas de sábana,

brujas buenas,

el conde Drácula convertido en piedra.

Y relojes de arena,

y playas con olas,

y sin olas.

Tú viste una boca.

Yo vi unos labios.

Hasta divisamos a lo lejos una lengua.

pero besos…,

besos…,

no vimos ni un solo beso.

Parirás en el hospital, niña

Estándar

 

—Pero tú, ¿qué te has tomao tú esta noche que te has quedao así? Anda, qué te habrán hecho,  ¿eh, gorda? —le espetó el borracho, babeando, a un escaso metro de distancia.

Ana y su inmensa barriga acababan de tomar aliento tras la última y abrasadora contracción de expulsivo, aun así la respuesta tuvo ganas y tiempo de abalanzarse sobre sus cuerdas vocales, como la lengua del sapo sale disparada tras su presa:

—Lo mismo que le hicieron a tu madre —escupió, antes de que una nueva oleada de dolor la retorciera de nuevo. Se agarró del cuello de Sílvia, su comadrona, que la sujetaba, abrazándola, en la entrada de urgencias del hospital, y le decía una vez más:

—Aguanta, tú puedes, sopla, sopla, sopla, así: buf, buf, buf. No empujes, ahora ya no puedes empujar, sobre todo no empujes.  Siéntate en la silla de ruedas, cariño, en seguida vamos, ya llegamos. Por lo que más quieras, ¡no empujes!

Y Ana pensaba en cómo se hacía eso de no empujar, si todo su cuerpo tiraba de ella hacia el núcleo de la tierra con cada contracción, con una fuerza invencible e inusitada que retorcía implacable todas sus terminaciones nerviosas, como quien intenta deshacer un nudo de cuerdas sin maña ni atino y tensa aún más la maraña del desorden.

Eso era ella; un nudo de cables de algún electrodoméstico averiado en el que su hijo se había quedado atrapado sin poder salir, como un insecto en la tela implacable de la araña.

Las puertas batidoras que daban paso al pabellón de las parturientas se abrieron, y la silla con Ana, empujada ahora por un camillero, entró en volandas hacia una sala vacía. ¿Dónde estaba Sílvia, su comadrona? Ana miró en todas direcciones, mas no la vio. Como ya esperaba, no la habían dejado entrar, pero constatarlo la desanimó: sin nadie conocido a quien recurrir, se sintió sola y muy pequeña. Temblaba de miedo, aunque por poco tiempo; la siguiente contracción de expulsivo acudía cada cinco segundos fiel a su cita y le hacía olvidar hasta su nombre; aquel terremoto podía con todo y más, hasta con el pánico instalado ahora en sus huesos.

Dos camilleros entraron y la colocaron sobre la camilla. Sin mediar palabra, le quitaron el vestido y le pusieron una bata blanca abierta por detrás. Poco después, entró una enfermera armada con una libreta y un boli que, sin saludarla, empezó a preguntarle con desdén:

—¿Cómo se llama la comadrona que te atendía en casa?

—Sílvia, se llama Sílvia.

­—Ya… ¿Y dónde está ahora tu Sílvia?, ¿eh?

—…

—¿Cuándo te has puesto de parto?

—Hace quince horas. Llevo ya más de dos de expulsivo, quizás tres… Uy, me llega otra…

—Por dios, ¿estás loca?, ¿por qué no has venido antes? Todo muy natural lo queréis, algunas mujeres; que si parto en casa, que si parto sin episiotomía, que si parto sin epidural, que si parto con dolor, que si no me hagas esto o aquello…, y ahora mira, mira cómo estás. ¿Qué quieres que tu hijo se muera o qué? —Y tras su retahíla de palabras, se fue, sin más, dejando tras de sí la crecida de un río de incertidumbre.

Ana se retorcía en la camilla, esperando a que pasara pronto la contracción, que arremetía de nuevo con fuerza. Le parecía que estaba viviendo una pesadilla; no podía entender cómo se había torcido todo tanto.

Las primeras contracciones llegaron al mediodía, justo cuando había acabado de comer y se disponía a ver la tele un rato; enseguida supo que aquel dolor no era como el que había notado durante las dos últimas semanas; ahora sentía como si dos forzudos comenzaran a estirar de cada extremo de una cuerda atada a su bajo vientre. No tardó en buscar refugio en la penumbra de un rincón de su habitación; cuando llegó su comadrona, la encontró sentada como un gato, ronroneando, y emitiendo un sonido espontáneo y gutural, parecido a un om, que la liberaba algo del dolor;  su útero tomaba aliento y se abría, paso a paso, milímetro a milímetro, con cada arremetida. Las horas de la tarde y de la noche se fueron sucediendo con una cadencia extraña: pese a que las contracciones se precipitaban, descolocándola, se sentía fuerte, suspendida en el tiempo y en el espacio, sumergida en un mar de endorfinas; el miedo era tan solo una isla diminuta avistada de lejos. Cuando hacia las tres de la mañana le dijeron que ya estaba dilatada de diez centímetros, no se lo podía creer: había llegado el momento, el descenso esperado, el descubrimiento de una cara que solo había podido vislumbrar en sueños.

 

Sintió que alguien le acariciaba el pelo, y se giró: era otra enfermera, que le sonreía con dulzura antes de explicarle que debía permanecer sin moverse mientras el anestesista le inyectaba la epidural en la columna vertebral. Ana no sabía si sería capaz de permanecer inmóvil mientras la derribaba el maremoto de la siguiente contracción.

—Si te me mueves, te puedo dejar inválida; así que tú misma —le advirtió secamente el anestesista.

—Es que no voy a poder evitarlo —le respondió asustada.

— Sí, ya verás como puedes ­—le animó la enfermera acariciándole la cara y mirándola a los ojos—. Ya verás, contaremos juntas; justo cuando se te vaya la contracción, empieza a contar. Disponemos de unos cinco segundos hasta la siguiente, ¿verdad? Tiempo suficiente para ponerte la inyección. ­

Ante tantas miradas desaprovadoras, aquella enfermera le parecía un ángel caído del cielo. ¡Qué suerte tenerla a su lado!

­—No te vayas ­—le suplicó, cogiéndole de la mano­—. Gracias, gracias por estar aquí.

­—No me voy a mover de tu vera, cariño.

 

Cuando la última contracción retrocedió, Ana contuvo la respiración, tal y como le habían indicado, y cerró los ojos mientras sentía que la aguja descargaba su dosis. Imaginó que estaba en su habitación, su hijo descendía de su vagina suavemente y ella misma lo cogía en brazos; qué hermoso era.

Había soñado e idealizado tantas veces ese momento que dio un respingo cuando en casa, animada por la comadrona, introdujo todo lo largo de su dedo índice en el interior de la vagina y topó con la vida que luchaba por salir de entre sus piernas; era una especie de materia blanda, indefinida y apepinada; ¿de verdad era eso la cabeza de su hijo?, pensó, y una mueca de susto se dibujó en su cara. La comadrona, que se dio cuenta, intentó animarla:

—¿Ya está aquí, ves? No queda nada. Venga, ahora cuélgate de mi cuello y cuando venga la contracción: empuja, empuja, deja salir a tu hijo —le decía Sílvia.

Pero no; ni aquella contracción, ni la siguiente, ni la otra, ni las que vinieron durante las dos horas posteriores sirvieron para materializar el sueño. Empujó, gruñendo y chillando con toda su alma; de rodillas, sentada en una silla de partos, de pie, apoyándose con las manos en la pared, tendida en la cama extenuada… Parecía una guerrera vikinga en plena batalla, luchando por merecerse un lugar en el Valhalla. Pero ninguna posición resultaba válida. De la vagina y sus labios, cada vez más edematizados, no salía ningún niño, solo caían gotas de sangre que se habían mezclado en el suelo con restos fecales, desprendidos por el esfuerzo de los pujos.

Habían pasado ya más de catorce horas desde aquella primera leve contracción y más de dos horas de un expulsivo feroz, infructuoso e interminable. Por alguna razón, la cabeza quedó atrapada en la maraña de cables, en la tela de la araña, en una vagina primeriza y asustada a la que la contrariedad pilló por sorpresa.

Eran las cinco y media de la mañana, los petardos ensordecedores de la verbena de Sant Joan aún resonaban, resistiéndose a quedar extinguidos hasta el año próximo, cuando la comadrona le anunció, tras hacerle un tacto vaginal y auscultar a su hijo, que debían ir al hospital:

—Lo hemos intentado todo, Ana, lo has hecho muy bien, pero tu hijo no puede salir. Es el momento de ir al hospital. Necesitas ayuda, no podemos esperar más, tu hijo empieza a estar cansado, y tú también… Todo está bien y todo va a ir bien. No te preocupes.

—¡Pero yo no quiero ir al hospital, no van a entender que haya querido parir en casa! Y tú ¡no podrás estar conmigo! ­¡Me da miedo ir al hospital!

Todo el cuerpo empezó a dolerle más, la angustia crecía en su interior, se resistía a imaginarse en la camilla de un hospital, rodeada de máquinas e instrumentos; todo allá le parecía inhóspito, agresivo, lleno de dedos acusadores. El parto soñado se esfumaba como la última imagen de un sueño justo antes de despertar.

 

No sabía cómo había podido aguantarse quieta, aquel anestesista había sido realmente rápido. La anestesia barrió aquel dolor infructuoso y lo escondió en el fondo de su memoria, aunque su cuerpo se convirtió en una marioneta: no sentía sus piernas ni el oleaje de las contracciones; ahora era una fiera domada que esperaba la hora de que le trajeran el almuerzo.

—¿Cómo estará mi hijo?, ¿está bien? —preguntó a tres enfermeras que entraban en la sala de partos. —No lo sentía en su interior, no conseguía sentirse conectada a su bebé desde que le dijeron que tenía que ir al hospital; y temía lo peor, pero nadie le respondió.

Vio entrar a un hombre vestido de blanco, que rebosó el paritorio con su autoridad. Ni saludó ni se presentó, ni tan siquiera la miró a la cara. Solo empezó a hacer preguntas breves al equipo médico, y a dar órdenes con premura y sequedad.

Ana se sentía partida en dos: su cabeza, que reposaba en la camilla, era un torbellino de pensamientos y sentimientos que se enredaban y circulaban como un ciclón dando vueltas a la altura de su pecho; más allá de su ombligo: una trinchera; no había más que un escaparate que no podía divisar; solo podía imaginar su sexo hinchado y dolorido, con la cabeza de su hijo atrapada en él como en un embudo.

Al rato, una enfermera se animó a hablarle:

—¿Cuánto te ha costado que te atendieran en casa? ¿Cuánto te han cobrado?

—¿Y qué importa eso ahora? —dijo Ana, con el corazón acelerado, sintiendo que cometía el error de rebelarse; era el pataleo inútil de un conejo a punto de ser degollado.

—Es que no sé por qué os dejáis enredar algunas mujeres. Mira, ¿ves?, aquí te lo hacemos gratis, todo gratis, aunque vengas a última hora y con problemas. Y encima, te atendemos a las seis de la mañana, como a ti. Y eso que es un día festivo. Y sin dolor. ¿Pero qué más quieres?

—Eso, y encima gratis, niña. ¡Qué ganas de pasarlo mal en tu casa! ¡Que ahora ya no hace falta sufrir, chiquilla! Que a parir se viene al hospital, ¡que ya estamos en el siglo XXI! —corroboró otra enfermera.

Ana no les respondió, sintió ganas de llorar, y rabia, pero no lloró. Buscó la mirada de la enfermera amable; no la encontró; el ángel miraba al suelo mientras seguía dándole la mano. No podía más que dejarse tratar mal; la vida de su hijo, y la suya, eran ahora mucho más importantes que cualquier desplante.

Y se repetía a sí misma, como un mantra: «todo va a salir bien, todo va salir bien.» ¿Pero por qué todo el mundo la trataba tan mal?, ¿por qué una mujer no podía querer, o al menos intentar, parir en su casa, con una comadrona experimentada?, ¿por qué no habían dejado pasar a Sílvia? Les hubiera podido explicar cómo había ido el parto, cómo habían luchado su hijo y ella, con qué fuerza había empujado, cómo había aguantado su hijo tanto esfuerzo sin registrar sufrimiento fetal; todo había ido tan bien…

—Pásale el fórceps —oyó que comentaba otra enfermera.

—¿Me van a hacer una episiotomía? —preguntó, ­pero tampoco nadie le respondió.

Tanto movimiento y actividad la desconcertaban porque nadie le informaba de qué ocurría; cinco uniformados de blanco moviéndose alrededor de su sexo, blandiendo sus instrumentos metálicos; pero ella no podía ver nada tras la barricada de sus piernas; ni podía ver nada ni sentía nada; y sin embargo, las luces del techo iluminaban el paritorio con pasmosa inocuidad, como si lo que ocurría bajo su influencia: su vida, su parto abortado, su hijo, ¿vivo o muerto?, fuera parte de una insulsa cotidianidad.

De repente, vio el cuerpo de Héctor, su hijo, en brazos de una enfermera. Se lo acercó brevemente; era precioso, tal y como lo había visto en sueños, sin embargo tenía los ojos cerrados, no se movía ni lloraba.

—¿Está bien? ¿Por qué no llora? —preguntó angustiada, pero tampoco le respondieron; se lo llevaron hacia el fondo de la sala.

Tras treinta segundos insoportables, oyó su primer bramido. Empezó a llamarle por su nombre, a gritos; ahora sí, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Héctor, Héctor! ¿Me oyes?

La enfermera salió enseguida de la sala con Héctor en brazos. Poco después, también salió el ginecólogo, sin despedirse. Nunca sabría su nombre.

—Bueno, y ahora te toca a ti, señorita. Con este hilo y esta aguja, vamos a hacerte aquí abajo una obra de arte. Tenemos muuuucho trabajo —dijo una de las enfermeras.

El comentario les pareció muy gracioso y todos empezaron a reír, menos Ana; a pesar del pavor que le provocaba la frase que acababa de oír, se encontraba muy lejos, pensando en dónde se habían llevado a su hijo, en cómo se encontraba, en cuándo podría verle de nuevo…

Se lo trajeron a su habitación pasadas dos largas horas.

 
Relato publicado originalmente en Salto al reverso

La báscula

Estándar

Publicado originalmente en Salto al reverso

Esta báscula marca el peso
de todas tus cosas:
de los pantalones,
del jersey,
de los calcetines
y de tu pelo
lacio,
pero también de esta boca inerte
y sus palabras mudas;
y del entrecejo,
y del aire que inspiras
como un pez,
en cada bocanada
de aire,
y de la carne
vencida;
y de los calcetines,
y de la camiseta,
y del último sorbo de café de la mañana
y del primero,
pero también de la memoria
que te pesa,
y del abrazo que no diste,
y del abrazo que no diste,
que aun de muerto no pese,
también pesa.
Y de tus huesos
y de los órganos
heridos de recuerdos;
también sabe su peso.
Y del sonido de tu voz
extraña,
y de este rostro en el espejo,
y de estos ojos
sin lágrimas;
la báscula también marca el peso de esas lágrimas,
las que están sin estar;
esas,
esas lágrimas,
siempre pesan más que tus zapatos.

Mayca Soto. El Gris de los Colores.

Experta en decir adiós

Estándar

Aprendiste a decirme adiós antes de que esta palabra cupiera en tu boca.
  
Me lo dijeron antes tus manos,

cuerdas rotas en tu regazo.
  
Me lo contó tu silencio:

había tres grietas en el techo,

también una baldosa rota por un costado,

en el suelo, tus bambas manchadas de barro,

nueve, o quizás diez,  libros sobre la cómoda;

tres manchas de café en la funda del sofá desvencijado,

sobre la silla, mi abrigo reposaba, esperando,

en la cama, una sábana sin arrugas,

también conté dos mosquitos aplastados,

sórdidos;

y a cada segundo, dos pestañeos

insulsos

en tus ojos extraños;

qué más puede hacerse entre tanto silencio.
  
Aprendí a adivinar tu adiós

como un zahorí encuentra agua en el fondo de la tierra;

solo que yo no quería,

no quería encontrarla

ni beberla

ni mirarla.
  
Al final, para ayudarte

—más de cien quilos de sal pesa tu silencio—;

cargué tu adiós,

y te lo dije yo.
  
Mayca Soto. El gris de los colores.
Publicada también en Palabras a la Carta. Palabras a la Carta.